El dolor que no espera
“Lo que no se pudo resolver en 20 días, se resolvió en dos horas y media…”, dice Lucas, con la voz quebrada. No hay metáfora más cruda para contar lo que vive junto a su pequeño hijo de dos años, diagnosticado con un neuroblastoma. Su historia no es una excepción, sino un grito desesperado de tantas familias que enfrentan enfermedades graves y, además, deben pelear con la burocracia.
El viernes pasado, Lucas decidió no moverse de la sede de su prepaga en Comodoro hasta que le dieran una solución. Y no porque buscara un trato especial, sino porque su hijo no podía esperar más: el tiempo, en estos casos, no se mide en días hábiles. Cada hora sin medicación es angustia, deterioro, y un daño irreparable.
Una carrera contra el tiempo y contra el sistema
Desde enero, la vida de esta familia cambió para siempre. Entre derivaciones, diagnósticos, operaciones y tratamientos, Lucas y su esposa se convirtieron en asistentes, médicos, gestores, y luchadores. Todo por el bienestar de su hijo. El tratamiento incluye una medicación costosa, específica y de difícil acceso: la inmunoglobulina. No es nueva para ellos, ya la recibió en varias ocasiones, pero la última entrega fue interrumpida por una cadena de errores que nadie quiso asumir.
Pidieron 30 gramos. Solo llegaron 10. Nadie supo decir dónde estaban los 20 gramos restantes. Mientras tanto, Lucas veía cómo los síntomas reaparecían y su hijo dejaba de caminar, de comer, de jugar. “Un nene que hace poco aprendió a caminar ahora juega al gol acostado en la cama. Eso te hace pelota”, confiesa, quebrado.
Una lucha que va más allá de una autorización
No se trata solo de una autorización médica. Se trata de respeto, de humanidad, de entender que no es posible exigir certificados o trámites extras cuando hay una historia clínica, recetas firmadas por especialistas y una urgencia que se mide en el rostro cansado de un niño de dos años.
Lucas lleva años pagando esa prepaga. Nunca la usó hasta ahora. “¿Y qué pasa con la gente que no puede pagarla? ¿Que no tiene trabajo formal? ¿Quién les responde?”, se pregunta con bronca y con razón. El sistema está roto cuando una persona debe acampar en la oficina de una obra social para que su hijo reciba lo que por derecho le corresponde.
“La salud no entiende de burocracia”
“Yo no tendría que estar hablando con vos. Esto tendría que haberse resuelto en tiempo y forma”. La frase duele, porque es real. Mientras las oficinas se pasan responsabilidades, Luca sigue con mareos, sin apetito y con la infancia suspendida entre trámites. El valor de la vida no se mide en papeles ni en costos: se mide en abrazos, en juegos interrumpidos, en días de tratamiento que no se pueden recuperar.
El valor de cada minuto
“El tiempo vale más que la plata. La medicación puede costar un peso o 20 millones, pero el tiempo no vuelve”, dice Lucas, mirando a su hijo. Por eso no se va a rendir. Por eso seguirá golpeando puertas, acampando en escritorios, pidiendo lo justo. Porque cada minuto que Luca pierde sin tratamiento es un pedazo de vida que nadie le va a devolver.